(«Cenizas»)
¿Qué ha ocurrido en este lapso de tiempo de casi una década para que ese futuro, o tal vez uno más oscuro que el entonces imaginable, se haya hecho presente?
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La propia Jorie Graham esboza una posible respuesta, en una entrevista reciente.
Esta declaración sugiere las dos escalas interconectadas que es preciso emplear en cualquier intento de cartografiar el mundo de Deprisa: una microcósmica, protagonizada por el proceso oncológico de la autora y la paulatina desaparición de sus progenitores; y otra macrocósmica, que aborda la destrucción de los ecosistemas, la mutación de nuestros procesos cognitivos a través de la tecnología, y cómo el sueño de una humanidad interconectada ha dado paso a una intrincada red de simulacros, minada por nuevas formas colectivas de alienación, vigilancia y desconcierto.
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Sobre las «Cenizas» del primer poema, de ese mundo arrasado, se yergue de inmediato el «otro fantasmal», la colmena de la red de redes. Nos encontramos con la hablante de «Panal» en su habitación, frente a una pantalla.
¿A quién se dirigen sus palabras? Pronto descubrimos que en los poemas de Deprisa nada es estable. El interlocutor supone una borrosa no presencia. Pero lo más inquietante es que muchas veces se trata de interlocutores no humanos: programas de inteligencia artificial ―los llamados bots― o buscadores de internet («Panal», «Deprisa»), el cuerpo recién fallecido del padre («Lo posthumano»), la propia imagen reflejada en el espejo («Autorretrato: ¿puedo tocarte?»), el equipo quirúrgico y la anestesia («Entreabriendo») o incluso el océano arrasado por la pesca indiscriminada («Arrastre de aguas profundas»).
Dialogar con una entidad no humana (o en trance de dejar de serlo: el declive neurológico de la madre) parece formar parte de un proceso de ascesis: prepararse para el ingreso en el reino de lo inanimado, lo inmaterial. De ahí el doble sentido del título original. «Fast» viene a decir «rápido», «deprisa», pero también «to fast» es un verbo que significa guardar ayuno, una práctica de depuración ascética.
La conciencia del aquí y ahora desaparece en el acelerado enjambre virtual; hay infinitas mediaciones digitales que obstruyen el acceso a la comunicación directa y plena. De ahí que, de los cinco sentidos, el más mencionado en Deprisa sea el del tacto. Hay una constante apelación a los otros, cada vez más remotos e inalcanzables, aunque los tengamos cerca. Han devenido un otro fantasmal. «Encuentra la carne más cercana a mi carne», pide la hablante de «Panal» a su ordenador. Nostalgia de la vida presente, del contacto físico que la fantasía del «tiempo real» informático nos hurta:
cómo puedo tocar
esa mano como nieve nómada
(«Las manos de madre me dibujan»)
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Deprisa es un libro sostenido por dos registros extremos que se reclaman uno al otro: por un lado, poemas de una complejidad asombrosa, que desplazan el lenguaje hacia territorios de insólita extrañeza, y por otro poemas más intimistas ―los dedicados a la evocación de sus padres―, con un tono más sereno y elegíaco. Ambos modos de escritura orbitan uno en torno al otro como un sistema estelar binario, multiplicando la potencia del conjunto.
Dentro del primer registro, las técnicas habituales de la poesía de Graham son cortocircuitadas por nuevos recursos, creando un lenguaje híbrido y enrarecido, de pasmosa radicalidad. Entre estos rasgos innovadores hay dos especialmente llamativos: un signo gráfico inédito en su obra ―la flecha― y las rimas internas.
Las flechas operan como fuerzas maquínicas: el flujo del discurso se ve interrumpido por una pulsión no humana que impele a acelerarse, a desarraigarse en la velocidad del progreso sin conciencia. Jorie Graham siempre ha sido una virtuosa en el manejo del tempo del poema, pero estos vectores implican una «contrapoética» intrusa que amenaza con apoderarse del lenguaje. Ponen en escena el convulso enfrentamiento entre lo artificial y lo humano:
otra mente, prefigurada por drones→algoritmos→vectores
de imagen→conciencia distributiva→robótica humanoide→lo necesario ahora→
es→una demarcación→qué es artificial→
(«Demencia»)
La abundancia de rimas internas en ciertas estrofas también es una manifestación de esa energía negativa. Las palabras se convierten en «veloces células que riman demasiado, que nos piden ir deprisa, más deprisa», autorreplicándose sin control. En las enumeraciones rimadas, el lenguaje parece volverse automático, proliferante, creando una analogía con el desarrollo tumoral pero también con la mutación de nuestro mundo, una vez que el virus de la inteligencia artificial ha entrado en él:
paleóptero heteróptero himenóptero→neóptero→
en los gladiolos→ranúnculos→neuróptero cosmóptero→(silencioso)→quiróptero→oh objeti-
vada→cortada en finas láminas estratificada fortificada sección transversal de lo eventual…
(«Los entramados»)
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La conciencia de la propia finitud tras el diagnóstico de cáncer (la entrada en la oncoexistencia, como la llamó la poeta Anne Blonstein) es un tema personal, pero al mismo tiempo un pronóstico colectivo. Existe para Jorie Graham una pulsión de muerte de nuestra cultura en relación con la tecnología, cuyos síntomas son el modo en que pedimos a esta que sustituya por prótesis la realidad viva y material, así como un inconfesable enamoramiento de lo virtual, un anhelo de sublimación incorpórea: «Ahora el mar no emite sonidos. Transmite eternidad como información» («Panal»), y asimismo «es imposible no ansiar la eternidad aquí en las arenas viendo cómo se acerca la tormenta de arena» («Sudario»).
No se trata de que Graham defienda una filosofía neoludita, ni de que su óptica sea la de una persona incapaz por su edad de comprender los nuevos avances tecnológicos. De hecho sus poemas transmiten la convicción radicalmente física de que, en sus circunstancias, la supervivencia ha supuesto ingresar en una post-vida artificial, una existencia cíborg:
Debes estarte quieta y no resistir. ¿Eres
ya totalmente legible? Para sobrevivir, necesitas ser
totalmente
legible. Así que
accedo, firmo en la línea de puntos, ellos monitorizarán
todo, mis alientos, mis cuentas, mis votos—facturas, búsquedas, yemas de los dedos—
(«Entreabriendo»)
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Hay un hueco dialéctico imposible de suturar entre cuerpo y mente, hombre y máquina, solipsismo y alteridad. «Define ántropos. Define humano. Dónde te encuentras a ti misma», inquiere la poeta en «Autorretrato en tres grados». El aquí como aporía: cómo habitarlo si no tenemos cuerpo, si hemos pactado el exilio de la propia carne en sacrificio a la adictiva vorágine digital, al anhelo de más futuro o al deseo de modificación quirúrgica.
En un desconcierto tal, el acto de afrontar la propia mirada en el espejo supone un acto de resistencia. Es el único lugar «donde te despojas de tus simulacros» y donde es posible «sentir la feroz tenacidad del único cuerpo que puedes sacrificar—el lugar donde está realmente tu fallo» («Autorretrato: ¿puedo tocarte?»). Un ritual de contrición que a veces coagula, como una gema lúcida, en llamada a una ética universal: «No hagas daño alguno. Habita» («Autorretrato en tres grados»).
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Pero si existe posibilidad de salvación, reflexiona Graham, habría de suceder aquí, en la inmanencia. No en un campo trascendente, metafísico o virtual:
(«Sudario»).
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La recta final del libro, formada por tres poemas, permite entrever el infatigable esfuerzo de la humanidad por seguir viviendo en un lugar humilde, limitado. Es un destello de luz, crepuscular y difícil, pero luz al fin y al cabo. En «Doble hélice», volvemos a la dialéctica del micro y macrocosmos: la vastedad del tiempo geológico frente al diminuto gesto ralentizado del niño que escribe en la pizarra de un aula improvisada. Reaprender las palabras para nuestro mundo, recordar
«La máscara ahora» retorna a la evocación de los días finales del padre, haciendo un retrato nada complaciente de su miedo a morir. Sin embargo la experiencia del duelo y la cuida hace resurgir por momentos el vínculo perdido con la naturaleza:
Por último, «Las manos de madre me dibujan» da cierre al poemario con una de las elegías más intensas, personales y conmovedoras jamás escritas. Un torbellino de emociones entre la contención desgarradora, la musicalidad hipnótica y la confesión metapoética («toda mi vida / exhumando lo invisible, harta de las meras cosas, no / interesada en el enjuiciamiento, sino / en la convulsión…») en torno a la figura de la madre, quien casi destruida por la demencia se propone dibujar un retrato de su hija. Una especie de enmudecido gesto de amor que tal vez redime, en su agónica ternura, todo este recorrido por las formas de no-humanidad que hemos atravesado a lo largo de Deprisa.